miércoles, 23 de abril de 2014

4. Charlie




Todo había cambiado, como si el camino recorrido se hubiese vuelto un lodozal, justo en el momento en que la vida me había dado una tregua. Siempre había sido un metepatas, pero lo que acababa de hacer no tenía nombre, ¿Cómo pudo ocurrir?, ¿cómo pude ser capaz de hacer una cosa tan vil? Y cuando pensaba en ello, un sentimiento de culpa se mezclaba con una cierta excitación que parecía corroerme por dentro. Carol representaba muchas cosas para mí: ese calor seco, que no llega a ser ternura, pero que todos buscamos en nuestras madres, el refugio natural de cualquier hijo. También era casi una hermana mayor que te reprende o te guía; una amiga cómplice de tus travesuras, de tus tentaciones o tus deseos; o un amor platónico; una mujer con la que muchos hombres sueñan pero pocos logran ponerle cara.
Pero nada se deja al azar, todo tiene sus consecuencias y hay que pagar por los errores. Lo mío era un delito, había forzado a mi propia tía y las repercusiones no tardarían en llegar. Encerrado en mi habitación, envuelto en una especie de delicado equilibrio, donde todo giraba alrededor en forma de flashes, mil ideas en forma de imágenes se cruzaban entre el chisporreteo y los sobresaltos de los pensamientos confusos y el miedo al castigo.
De nada sirvió volver a su habitación y, tras la puerta cerrada, suplicarle perdón y sincerarme con ella y decirle todo lo que la apreciaba y la quería. Sí, también, que cada vez la deseaba más y más, y que eso mismo fue lo que me hizo perder el control en una situación que me desbordaba y en la que no fui capaz de reprimir mis más elementales instintos.
Desorientado perdí la consciencia del tiempo transcurrido en medio de aquel ambiente asfixiante y del sudor tibio que recorría mi cuerpo destemplado, hasta que se oyó unos golpes en la puerta. Mi desesperanza se volvió resignación cuando vi aparecer a mi tío.
—Carol, me ha contado lo sucedido —dijo ciertamente abatido.
Y cuando esperaba lo peor extendió su mano buscando la mía ante mi incertidumbre.
—Gracias, por haberla ayudado. Sin tu ayuda, ella no hubiera sabido que hacer.
—Ah, ¿eso te dijo? —le dije ante su extrañeza por mi comentario.
—Claro, chico. Parece muy agradecida —terminó precisando, como si se viese obligado a utilizar una explicación más sencilla para hacer comprender a un idiota como yo lo que ocurría. Cosa que entiendo perfectamente por la expresión y el tono que imagino que puse.
En los siguientes días apenas vi a mi tía Carol. Yo empecé a ayudar a mi tío Raymond, que se afanaba en enseñarme el negocio. Recorría la ciudad con él. Él tenía puestas sus esperanzas en mí. Pensaba que le resultaría de utilidad y, si bien dudaba de mis capacidades, quizá por eso mismo, sospechaba que yo sería incapaz de engañarlo a diferencia del resto de sus empleados. Poco a poco me fui moviendo con cierta soltura por la ciudad, descubriendo sus rincones y sus encantos. La ciudad, casi sin darme cuenta, me fue cautivando, mostrándose inofensiva y agradable, aunque se intuían sus peligros ocultos. Así me fui haciendo el chico de los recados, encargado de llevar o traer los autos de los clientes y ganándome la confianza y simpatía de mi tío, que se iba transformando, sin darme cuenta, en mi jefe. Disponía de mí cuando quería, aunque tengo que confesar que, a veces, cuando el trabajo escaseaba no me ocupaba y podía pasarme todo el día durmiendo.
Llevaba varios días sin dormir bien, aquel peso de conciencia no me dejaba conciliar el sueño, y, cuando lograba sumergirme en él, el ambiente se enrarecía y el sueño se tornaba en pesadilla en forma de tormenta que me hacía agitarme, y me despertaba incorporándome de manera brusca. Cada vez que despertaba era de noche. Luego, a duras penas, lograba cerrar los ojos hasta que amanecía. En ese momento, como si me sintiera seguro, como si hubiese llegado agotado a la costa desértica y arenosa, me tumbaba boca abajo y me quedaba, así, dormido en medio de un inmenso silencio.
Un ruido metálico me despertó, pero, sin darle importancia, volví a cerrar los ojos, hasta que me sobresalté al oír el segundo, antes de que alguien agarrara mi mano izquierda y la esposara a los barrotes de la cama, a la vez que se sentó sobre mi espalda inmovilizándome. Intenté removerme desesperadamente, pero apenas podía hacer nada, comprobando que mis piernas también estaban atadas con unas ligaduras, como si fuese el cinto de una bata. Mi corazón desbocado latía más rápido que mis pensamientos atropellados. Quise gritar mientras jadeaba y con la otra mano buscaba inútilmente al culpable de todo aquello. Mi insistencia se hizo mayor cuando oí su risa, que se volvió carcajada limpia ante mis desesperadas súplicas:
—“¡No, no por favor. Suélteme!”
—Ja, ja, ja… Vaya, con que “por favor” —se burlaba la tía Carol, cuando, jadeante, me quedaba sin respiración.
    ¡Qué haces, Carol! ¡Estás loca! ¿Qué te pasa?
—Parece que esas palabras me resultan familiares, ¿las recuerdas, querido? —respondió Carol con cierto rencor. Vas a pagarme con la misma moneda y aprenderás a saber quién manda aquí —déjame, suéltame por favor —le supliqué.
Pero a medida que pasaba los minutos y la sorpresa perdía su efecto, la sensación de sentirla sobre mí, me resultaba placentera, e incluso la idea de vengarse me parecía un trance necesario que me resarciría del pecado cometido. Sentada a horcajadas sobre mi espalda su peso no era excesivo notaba el calor de sus muslo y su contacto me empezó a excitar. Aunque me seguía haciendo el molesto, una sonrisa invisible se me instaló en el rostro, como si sonriera para mis adentros. Ella fue calmado su tono de voz y empezó a hablar despacio y sensual, mientras me frotaba la espalda pasando por mis hombros, donde hundía sus dedos consiguiendo que me relajara y perdiera esa tensión muscular que tenía.
—Mmmm, parece que mi sobrinito está muy tenso, relájate, ya verás que bien lo vamos a pasar los tres— me dijo susurrándome al oído.
Yo me sobresalté porque no entendía quién demonios era la tercera. Pero no le di mucha importancia, era evidente que solo estábamos los dos y que se refería a la convivencia familiar en aquella casa donde, lógicamente también entraba el tío Raymond. Además, con los ojos vendados atendía más a sus manos, que se deslizaban hacia abajo, que a sus palabras. Tras acariciar mi vientre, sus manos se metieron bajo mi pantalón de pijama arrastrándolo hasta mis pies. Eso me excitó bastante, cosa que no pasó desapercibido ya que buscó mi polla para acariciarla, mientras de forma burlona parecía hablar con ella:
—Hola, amiguito. Creo que ya nos conocemos. Ya verás lo bien que lo vamos a pasar jugando como a ti te gusta. Yo ya no disimulaba mi risa
—Qué loca estás Carol —y ella también parecía reírse, mientras “saludaba” a mi polla cada vez más dura y caliente.
Yo me fui relajando y tras suspirar me entregué a sus caricias sobre mi cuerpo. De repente di un sobresalto al notar sus manos frías, hasta que me percaté que estaba usando una especie de crema o aceite muy relajante sobre la espalda y mis hombros y así fue cubriendo mi cuerpo de esas sustancia relajante, que despedía un aroma agradable, se entretuvo en mis nalgas, a las que aplicó bastante crema pero con cierta extrañeza algo me resultó familiar, cuando me aplicó más de esa crema entre mis nalgas de forma abundante extendiéndomela desde el coxis hasta el escroto. Fue, entonces, cuando, con delicadeza, me quito la venda que me tapaba los ojos y vi su rostro sonriente:
—Ha llegado el momento en que conozcas a Charlie —y fue, entonces, cuando lo sus ojos azules y una sonrisa que me pareció pícara. Ciertamente la sonrisa y sus ojos estaban dibujados en el glande de aquel enorme vibrador, que con cierta gracia, Carol, lo blandía en su mano, a la vez que sonreía, casi como si todo aquello fuese un spot publicitario. Recuerdo que mis ojos y los músculos de mi cara perdieron toda su naturalidad para convertirse en una copia expresionista del “Grito” de Edward Munch.
Tuvo que ser muy divertido para ella ver como yo intentaba zafarme y revolverme, mientras gritaba, suplicaba y la insultaba a medida que ella me iba perforando con Charlie que iba entrando y saliendo de mi como si bailara una rumba. No sé si fue más el dolor o la humillación lo que me dejo anulado durante días, asumiendo la nueva situación y comprendiendo que algo había cambiado en aquella casa. Carol había resurgido renovada, y, con una nueva sonrisa triunfal, inauguraba una nueva época donde yo me había convertido en un gracioso instrumento a merced de sus caprichos y juegos.
Me sentía contrariado y con frecuencia me volvía introvertido, asimilando con dificultad toda aquella nueva situación Notaba con frecuencia como tío Raymond, cuando me encontraba tan ensimismado, me miraba de refilón, ladeaba la cabeza y sin disimulo comentaba en voz alta lo raro que era su sobrino. Carol siempre tenía una explicación a mi comportamiento convenciendo a Tío Raymond de que se debía a mis problemas de insomnio o al cambio de tiempo.
A los poco días de “conocer” a Charlie baje a la cocina y me encontré a mis tíos que ya estaban comiendo en la mesa. Me extrañó el hecho de su recibimiento fuese más afectuoso que de costumbre. Hasta tío Raymond me sonreía de la misma forma que hacía con sus clientes dejado ver su perfecta dentadura recién estrenada. Al terminar de comer tío Raymond me anunció que Carol tenía algo para mí. Al parecer había ido de compras y me trajo algunos regalos, ropa en general algunos vaqueros, bermudas, y camisetas que ya empezaba a necesitar para el nuevo trabajo y poderme mover adecuadamente por la ciudad. Yo se lo agradecí intentando inútilmente sonreír.
—Pruébate esto para ver qué tal te queda —me pidió tía Carol mientras estiraba la mano ofreciéndome una camiseta.
—Venga, chico, no seas malagradecido —me recriminó tío Raymond, a ver que yo no me decidía a coger la prenda, mientras, huraño, contemplaba la irónica sonrisa de Carol.
A regañadientes me la puse dándo la espalda a mis tíos y, cuando me di la vuelta, ellos sonrieron, sobre todo Carol que terminó riendo a carcajadas por alguna extraña razón.
—Mujer, tampoco es para tanto —le dijo tío Raymond a Carol censurando su comportamiento.
Las risas de Carol me hizo sentirme incómodo, como si se burlara de mi, y, sin dudarlo, me fui hasta el espejo que estaba a la entrada de la cocina para poder observarme mejor, y fue, entonces, cuando lo volví a ver. Era un muñeco estrafalario que ocupaba toda la camiseta y bajo él estaba su nombre “Charlie”. Me enfurecí tanto que me quité bruscamente la camiseta y mirando con desprecio a Carol se la tiré antes de marcharme a mi habitación, ante el asombro de Raymond y sin que Carol dejara de reír.
—Qué raro es este chico —decía tío Raymond ladeando la cabeza mientras Carol seguía riendo sin poder parar.



martes, 3 de diciembre de 2013

3. El nacimiento de Albert

Creo que la vida es como un baile, todo transcurre en armonía, con normalidad, sabiendo en todo momento cuál es el siguiente paso. Cuando aprendes a bailar, ya no tienes que preocuparte de qué es lo que tienes que hacer, solo dejarte llevar y, a ser posible, disfrutar y sonreír. Cuando la vida se te presenta así, nunca esperas que puedas sufrir un traspié, o perder el paso, es, entonces, cuando te sientes perdido sin saber qué hacer. Pero la música sigue y tú te revuelves intentando encontrar tu sitio y adaptarte a la nueva melodía, aunque para ello hayas dejado atrás un zapato que se te ha caído. A mí me sucedió exactamente eso. No puedes olvidar todo lo que dejas porque esa huella forma parte de ti y nunca la podrás sustituir por otra. Sin embargo te vas desprendiendo de parte de ti por el camino, dejando un rastro a modo de reguero de renuncias porque la vida sigue y el viaje a veces exige ser más ligero.
En mi vida fui perdiendo una “o”, casi sin darme cuenta. En España yo era Alberto, pero mis tíos se empeñaron en presentarme a todo el mundo como Albert y poco a poco me fui acostumbrándome a mí nuevo nombre.
Mi tía Carol me llamaba así. Me gustaba como sonaba en sus labios, con esa melodía caribeña mezclada con el suave tono norteamericano al quitarle el dramatismo que tiene nuestras erres. Desde el primer momento esperé que aquel encuentro en la cocina se repitiera, pero esta vez me propuse estar más preparado y estar a las alturas de la circunstancias en vez de salir corriendo de allí como un gallina.
A la misma hora que el día anterior, abrí la puerta de la habitación con decisión, después de dar un suspiro, y me enfilé por el pasillo hasta las escaleras que daban a la amplia cocina-comedor de la planta baja. El hecho de ir semidesnudo me excitaba, y aunque dudaba si provocaría la protesta de mi tía Carol al estar así, sabía que podía solventarlo por mi carácter un tanto despistado.
Una vez en la cocina hice como que estaba preparando algo para comer, pero de la excitación pasé a la desesperación, al ver que Carol no aparecía. Ya estaba pensando en regresar cuando oí unos pasos. Enseguida tomé posición sentándome en el filo de la mesa y adoptando una postura interesante con mis mejores TXT que presentaba un diseño muy atractivo además de exagerar el bulto central que se hacía más pronunciado a medida que los pasos de Carol parecían más cercanos. Yo parecía explotar, imaginándomela con su sexi batita, provocando que mi cara se desfigurara para adoptar una extraña sonrisa y mirada de idiota. Sin embargo, mi sexi tía se transformó en una enorme barriga, que fue el prólogo de mi tío en calzoncillos, que no paraba de rascarse todo el cuerpo, como si tocara un extraño instrumento musical. Esa contemplación fue suficiente para que se desinflaran mis expectativas y adoptase una expresión de terror que a mi tío le pareció como si estuviese hechizado provocando una cierta extrañeza y lástima.
-Estás bien, muchacho. Me dijo ladeando su cabeza como si me pudiera analizar mejor de esa manera.
-Sí, sí, tío. Es que no he dormido bien. Ya sabes me cuesta un poco adaptarme a este clima y a este lugar…
-Bueno, pues descansa un poco, que pronto vas a tener que dar el callo. No tienes edad de estar sin hacer nada. No quiero en mi casa a ningún gandul. ¿Me entiendes? –dijo dándome unas palmadas seguidas de un discurso sobre como un hombre se hace a sí mismo.
Yo lo seguía con la mirada pero me perdí entre “cuando yo tenía tu edad…” hasta “y desde entonces he creado este pequeño imperio…”, mientras él se daba un banquete de padre y Dios mío de salchichas, huevos fritos y no sé qué más.
  En medio de aquella retahíla me preguntaba dónde se habría quedado Carol. Cuando Raymond había puesto fin al su solemne manifiesto, me interesé por Carol, recordándole a él que ella me había comentado lo de ordenar el garaje.
-Muy bien chico, encárgate tú de eso, que aquello parece un estercolero, saca todo los trastos fuera y ya tu tía Carol te dirá que tienes que hacer con ellos y que cosas tirar y cuáles no.
-Vale, tío. Enseguida me pongo a ello, lo dejaré todo preparado para cuando ella llegue. ¿Vendrá tarde?  
-No creo, seguro que estará a la hora del lunch. Vaya, hoy pareces un muchacho más espabilado, la próxima semana te llevaré a mi negocio, seguro que allí encajarás. Será un buen lugar para poner tus cimientos en esto de hacerte a ti mismo como te conté antes.
En realidad se vivía bien en aquella cómoda casa, y la urbanización era un lugar apacible, donde se podía respirar ese sosiego que te permite reencontrarte y donde, hagas lo que hagas, no te resulta estresante ni insoportable. Pasaba muchas mañanas solo como ese día. Y me organizaba como quería. Me encargaba de recoger la cama y poner alguna lavadora, aunque Teresa, una asistenta de hogar de origen dominicano, se encargaba de todo lo demás tres veces por semana. Pero ese día estaba solo y me sentía a mis anchas.
Mientras estaba en el garaje bajando los trastos de un estante, oí como un coche se estacionaba a la entrada. Me interesé por saber quién era y solo pude ver como Carol hacía un gesto con la mano, a modo de saludo, cuando ya entraba en la casa. No parecía tener cara de buenos amigos. Era una persona educada y agradable. En el fondo era una mujer tímida con carácter. A veces esa timidez se manifestaba en forma de ternura y otras por una actitud opaca y misteriosa, celosa de su interior que guardaba con un secretismo casi amenazante. En general resultaba sumisa y expuesta a los caprichos d Raymond, pero en ocasiones despertaba una irascibilidad que provocaba el espanto general de los habitantes de aquella casa.
Seguí ensimismados en mis pensamientos, formados por flashes del pasado y la imagen borrosa y de incertidumbre de un futuro incierto que no lograba adivinar. Subido a la escalera, e intentando bajar los trastos de un altillo, no me percaté de la presencia de Carol, que parecía llevar un largo tiempo allí.
-No hace falta que bajes todo eso, solo las latas vacías y las cosas que veas que están estropeadas –me dijo mientras arrastraba una caja al exterior.
Ese día, aunque no hacía calor,  me había puesto una bermuda con una camiseta vieja y unas deportivas. Carol en cambio se había cambiado de ropa y llevaba un pantalón de peto que le quedaba muy holgado, como si fuera la típica granjera de las películas. Al rato se empezó a notar el calor, y después del trabajo y el polvo de aquel lugar, terminamos sudorosos y sucios.
Llevaríamos en aquello como dos horas sin intercambiar apenas dos palabras, cuando Teresa se despidió después de traernos unos sándwiches y una jarra de zumo y agua, que colocó en una mesita en el exterior del amplio garaje. Carol era una mujer trabajadora que no tenía reparos en estropearse sus cuidadas manos. En una de las ocasiones, la vi subir por la escalera, pero cuando oí un estruendo y miré hacia atrás ya estaba en el suelo entre aquella chatarrería. Corrí hasta ella asustado y me la encontré quejándose amargamente y maldiciendo todo aquello. Intenté ayudarla a incorporarse pero cuando lo intentó notaba un fuerte dolor en su pierna y así nos dimos cuenta que su pantalón desgarrado estaba manchado de sangre. Ella se asustó y parecía lloriquear pero pronto se sobrepuso.
Con cuidado la llevé hasta dentro, hasta un gran sofá que había junto a la cocina. No pudo sentarse porque se había raspado desde la espalda hasta el muslo. Dolorida, se quitó lo tiros y me pidió que la observase, se subió la camiseta y pude observar como una herida, aunque superficial se alargaba desde la región lumbar hasta su nalga derecha. Se bajó un poco más el pantalón y pude ver una hermosa nalga que surgía de su pantalón de petó. Creo que me notó sobresaltado y nervioso,   y tras sonreír hizo un comentario burlón. Yo me reí, también, aunque no dejaba de tartamudear.
-Será mejor que me duche, tendré que curarme esa herida –me dijo mientras la ayudaba a subir las escaleras.
Después de un rato, en el que terminé de ordenar el garaje, volví a la casa para saber cómo se encontraba Carol. Subí las escaleras y pregunté por ella. Al parecer estaba en su habitación, desde donde pedía que viniese a ayudarla. Cuando entré estaba de pie, con su pelo ligeramente húmedo, y enfundada en una bata larga al lado de la cama de matrimonio. Sobre la cama había colocado una serie de cajitas con pomadas y otros útiles de primeros auxilios.
-¿Me puedes examinar otra vez y poner alguno de estos potingues? –me solicitó.
Le dije que por supuesto y di un paso adelante, como si fuera a entrar en acción y arriesgar mi vida en un acto heroico.
Con mucha dificultad y dándome la espalda abrió ligeramente su bata y se acostó boca abajo, dejando fuera de la cama sus piernas hasta la rodilla. Su piel blanca, pero bronceada, brillaba y resplandecía después de la ducha. Me pidió que le subiera su bata hasta la herida. Lo hice muy despacio con mi mano temblorosa y,  aunque procuré no destaparla totalmente, pude observar sus contorneadas piernas que se extendía hasta su hermoso culo. En una posición privilegiada y sin poder ser detectado por su mirada, no pude dejar de curiosear como su sexo depilado se presentía. La herida parecía superficial y después de haber cicatrizado y de haberse limpiarse, no parecía tan alarmante; sin embargo, quedaba en torno a ella un gran moretón que se extendía de la nalga al muslo derecho.
-¿Te duele? –Le pregunté con cierta lastima.
-Sí, un poco. ¿Me podrías poner un poco de esta crema? Es muy buena y me calmará el dolor, pero ten cuidado que es muy líquida.
Mi reacción fue obedecer inmediatamente pero seguía nervioso y torpe. Intenté aplicarle aquella crema muy despacito, a lo que ella protestó.
-No tengas miedo y ponme bastante –me ordenó.
Como la zona afectada era amplia, la vertí pero al calentarse se hacía más líquida y sin darme cuenta se desparramo por todo su cuerpo. Intenté en vano que no se manchara su bata e, inocentemente, descubrí bruscamente todo su culo, quedando al descubierto todo un espectáculo.
-¡Qué haces idiota! –protestó airada y sorprendida.
-Lo siento tía, ahora mismo te limpio.
            El líquido se extendió entre sus nalgas empapando todo su sexo. Mis nervios y mi excitación se mezclaron haciendo de mi un ser explosivo, y, sin control, metía rápidamente los dedos entre sus nalgas para extraer la pomada entre sus quejas, pero sin que pudiera moverse y cuando intentó levantarse apoyando sus rodillas me mostró todo su sexo chorreante de pomada, ante lo cual, sin pensarlo, cogí una toallita sobre la cama y me puse a secarlo. Ella volvió a quejarse pero esta vez no le salían palabras.
            No sé cómo me atreví, o si realmente fui yo, pero lo cierto es que, sin poderlo evitarlo, la sujete por la caderas y empecé a  saborear esos labios que parecía hinchados.
            -¡Qué haces loco! -protestó otra vez, sin que se pudiera girar, porque la sujetaba con fuerza y ella estaba muy dolorida.
            Entre resignada y excitada se dejó hacer. Su sexo se humedeció, y yo chupaba todo aquel jugo que parecía un manjar de dioses. Mis manos empapadas abrieron aquella almeja para mordisquear sus labios, mientras palpaba su sexo hasta su entrada devorando todo a su paso. Mi lengua encontró su clítoris y allí Carol no pudo reprimir un gemido que se hicieron cada vez más insistentes. Mis manos recorrieron sus preciosas nalgas y sus sugerentes muslos para volver una y otra vez a recorrer las nalgas hasta la espalda y en su camino los dedos húmedos se hundieron en su ano provocando que Carol  diese un respingo.
            -¡Oh, Albert! Eso no… -dijo sin convicción mientras se sostenía con los brazos y jadeaba arqueando su elegante espalda y moviendo  su trasero en continuas sacudidas para luego hacerlo más lento. Con esa postura sus pechos quedaron a mi alcance aunque la bata que se había replegado, no me dejaba apreciarlos.
            -Yo parecía explotar y sin que ella se percatara, saqué fuera mi pene, que estaba hinchadísimo, y encañone la entrada de su vagina. Cuando ella lo notó se revolvió como una loca gritando.
            -¡Pero qué haces! ¡Eso no, Albert! ¡Eso no, por favor! –exclamó en un grito de clemencia. Yo estaba como loco, y, con un fuerte movimiento, empuje toda mi polla dentro, seguida de los gritos de Carol. Desde el espejo lateral, podía ver mi rostro enrojecido de aspecto diabólico, mientras que, en un primer plano, se apreciaba la expresión de dolor de Carol, que abría fuertemente los ojos y su boca, dibujando una gran ”o”. Intentó resistirse, pero fue en vano. Yo, ya sin control, bombeé sin parar, penetrándola totalmente. Con un pie sobre la cama y otro en el suelo, me resultaba más cómodo embestirla, con ritmos cortos seguidos de otros más fuertes. Sus gritos se fueron ahogando, para convertirse en unos gemidos apagados, porque su cara se había hundido en la cama, mientras con sus manos agarraba con fuerza la colcha. La sujetaba con fuerza por las caderas, incluso ya me atrevía a estrujar sus pechos y hundir su espalda con mis manos hasta encontrar su cabeza, agarrándola con fuerza por su pelo corto , entonces ella giraba su cabeza y me lanzaba miradas amenazadoras, sin dejar de gemir, para luego cerrar los ojos con fuerza. En un momento determinado, la volteé y puse sus largas piernas sobre mis hombros, teniendo a mi merced sus muslos que acariciaba con fuerza. Su vientre agitado por la respiración se flexionaba y entonces podía acceder a unos pechos que vi por primera vez. Eran hermosos, redondos, con sus pezones apuntados. Desesperadamente, los devoraba con mi boca, mientras sujetaba con fuerza sus muñecas, y no dejaba de embestirla. Recorrí su cuello, pero cuando quise besar su boca la apartó, cayendo en la cuenta que había hecho algo terrible.
            -¡Oh, tía Carol!  ¡Perdona, Carol! –le decía sin que pudiera parar mientras ella cerraba los ojos con fuerza como si se abandonara.
            Volvía a ladearla de medio lado para penetrarla con más profundidad. Pero, antes, al sacar el pene, sin querer, resbaló hasta el su ano, y, al intentar embestirla, dio un grito amargo alertándome. Volví a penetrarla por su vagina, ahora sin parar y haciéndolo muy rápido hasta que eyaculé en su interior y, sin poder evitarlo, me desplomé sobre su cuerpo. Sudorosos, estuvimos jadeando unos minutos, inmóviles. Inconscientemente acerqué mis labios a los suyos susurrando “-¡Oh, tía Carol!”, pero ella ya estaba totalmente en silencio con los ojos abiertos mirando seriamente hacia otro lado
            -Déjame. Véte. Me ordenó secamente con una rabia contenida.
            Y partir de ese momento, mi éxtasis y excitación se fue retorciendo, hasta convertirse en un sentimiento de culpa, que me fue ahogando en un pozo profundo del cuál no sabía salir.







viernes, 29 de noviembre de 2013

2. El Nuevo mundo



A veces, cuando me acuerdo de aquellos días tristes, me vienen flashes inconexos, sin color, y me veo terriblemente solo y apagado, como si estuviera anestesiado y no pudiera hablar ni gritar desesperadamente pidiendo auxilio. Imagino que mis tíos, cuando me vieron así, se llevarían una extraña impresión de aquel chico inexpresivo, tímido y retraído. Creo que mi tío se desilusionó al comprobar que un chico como yo, un tanto enclenque y sin iniciativa, no le iba a ser muy útil en su próspero negocio de compraventa de automóviles. Mi tío Ramón, que tenía unos 52 años, ya tenía dos hijos más o menos de mi edad, pero apenas tenía relación con ellos, ni con su exesposa venezolana. Se separó estando en Miami, dónde conoció a una joven portorriqueña, mi tía Carol, que cuando llegué a Miami tenía unos espléndidos 41 años de edad.
Los primeros días pasaron sin mí. Era como si viese una película en la tele en la que no podía cambiar de canal. Mi tío Ramón, se hacía llamar Raymond y exageraba ridículamente su acento norteamericano, como si se empeñara en ser aceptado por la comunidad más exquisita, borrando toda posible huella hispana. Vivía en una urbanización de clase media de viviendas unifamiliares de dos plantas rodeadas por una parcela ajardinada. El vecindario era muy discreto y cada uno iba a lo suyo, tan solo el “good moorning” era lo único que intercambiaban los vecinos, que trabajaban normalmente en el centro de la ciudad, aunque una gran mayoría eran jubilados. Los jóvenes escaseaban, y los que tenían mi edad estudiaban fuera o ya habían iniciado su emancipación en otros espacios más económicos y acorde con su edad, por lo que pasear por aquellas calles casi desiertas no eran muy estimulante, además de uno sentirse observado por miradas siempre alertas y desconfiadas.
Lo más cariñoso que recibí de mi tío fue una palmaditas en la espalda, que poco a poco fueron sustituidas por comentarios malhumorados, recriminando mis típicas torpezas y despistes imperdonables, cuando no por indirectas para que buscase un trabajo lo antes posible. Carol, en cambio, sin expresar mucha simpatía por mí, le pedía a Raymond que me dejase tranquilo, considerando que tenía que superar unas pérdidas terribles y encontrar sitio en este lugar desconocido y extraño para mí, que ya habría tiempo para todo lo demás y que descansara y me adaptara era lo más importante por ahora. Desde entonces vi en mi tía Carol una aliada, alguien con la que empatizar y, poco a poco, se fue estableciendo cierta complicidad entre nosotros.
Raymond pasaba muchas horas del día fuera de casa, su empresa de compraventa de coches usados estaba al otro lado de la ciudad. Nunca tenía horarios fijos, aunque con frecuencia comía fuera y llegaba tarde. Carol, en cambio, después de haber trabajado muchos años como empleada en un comercio de antigüedades, se buscó la vida como autónoma, vendiendo joyas y otros artículos destinados a una selecta clientela de mujeres, con las que terminaba estableciendo una entrañable amistad. Creo que, en cierta manera, ahora se sentía acompañada por mí, e inconscientemente, yo llenaba el espacio de los hijos que hubiese querido tener.
A pesar de todo tenía hacia mí una actitud fría. Parecía seria y con cierta frecuencia malhumorada sobre todo con Raymond, que a veces la sacaba de sus casillas. Pero, a veces, cuando venía alguna cliente, amiga suya, parecía desbordante y sus labios se transformaba en una sonrisa sofisticada y encantadora. Era de mi estatura, 170 siendo algo generosos, delgada con el pelo corto, que iba cambiando de color en las distintas estaciones, y pasaba de liso a ondulado como si fuera una forma de expresarse. Solía usar ropa holgada como si quisiera disimular sus pechos de un tamaño nada despreciable y que quería escapar de su cuerpo delgado.
La primera vez que vi con más detalle su cuerpo fue a los pocos días de llegar. Durante semanas apenas podía dormir y me pasaba todo el tiempo de la habitación al baño, y del baño a la cocina, que estaba en la planta baja. Intentaba no hacer ruido y no ser descubierto por la noche, cuando los oía discutir  o, de tarde en tarde, gritar a mi tío que daba gritos como un poseso, mientras se lo hacía con Carol, a la que le decía todo tipo de insultos mientras esta gemía como una loca. Esa mañana bajé a la cocina, pensé que ya se habían ido como de costumbre, por lo que no me importó bajar en calzoncillos. De repente, oí unos pasos mientras comía algo. Cuando apareció ella me quedé petrificado: llevaba una batita semitransparente que dejaba presentir unos generosos y decididos pechos y que apenas cubría su braguita negra de encajes. Cuando me vio también se sobresaltó, intentando inútilmente cubrirse con sus brazos, pero al momento intentó dar una impresión de normalidad. Sin duda se despertó tan adormilada que no recordaba que yo estaba en esa casa. Me saludó fríamente y apenas le pude responder. Yo, con mi boca llena de galletas, tartamudeaba  e intentaba no asfixiarme. Ella disimuló una sonrisa, pero no quiso avergonzarme. Hasta cierto punto le tranquilizó que yo también estuviera en ropa interior, para no sentirse la única observada; sin embargo, su expresión se contrajo cuando observó al acercarse un gran bulto en mis calzoncillos, sin que yo pudiera hacer nada para disimularlo, a pesar que me contorsionaba como si aquello pudiese esconderse tan fácilmente, por lo que procuré estar sentado. Ella pareció estar cortada, pero, lueg, con cualquier excusa se acercaba, y me miraba descaradamente el paquete mientras yo sentía un calor asfixiante que parecía quemarme la cara enrojecida. Yo también la miraba cuando me daba su espalda y podía apreciar aquel cuerpo marcado por una estrecha cintura y unas imponentes caderas cómplices de un culo respingón. Cuando se preparó un café, vino hasta mí con un cigarrillo en los labios que le daba un aire más sensual. Su mirada había cambiado, era más expresiva y sugerente, quizá más atrevida. Se acercó hasta mí y me puso su mano sobre el hombro “¿estás bien?” me preguntó tras de mí. Yo apenas me movía y mi corazón latía a mil. Era consciente de que me estaba desnudando con la mirada y que desde esa posición podía ver todo lo que quería, cosa que me excito mucho más.

-Bueno cuando termines de desayunar, si quieres, te puedes dar una ducha. Raymond quiere que te pongas a ordenar el garaje. Luego te ayudo –y me pasó su mano sobre la cabeza acariciando el pelo suavemente antes de desaparecer. Yo parecía que iba a explotar y sin dudarlo cogí la ropa de la habitación y me metí en la ducha. No sé cuánto tardé en salir del baño, pero de mi mente salió mi tía Carol renovada. Mientras caía el agua sobre mi cuerpo yo cerraba los ojos con tanta fuerza como cogía el pene entre mis manos imaginándome a mi tía Carol sobre mí, mientras la sujetaba por sus nalgas. Ella me rodeaba el cuello fuertemente,  ofreciéndome sus hermosos pechos, que no dudaba en chupar desesperadamente y con distintos movimientos flexionando mi cuerpo con fuerza la penetraba con rabia mientras oía en mi interior sus gritos. Mi polla estaba al rojo vivo y dolorida del masajeo y cuando el chorro caliente de semen salió, parecía que me iba a desvanecer en aquella ducha humeante. Todas las tensiones acumuladas parecían salir fuera también y de algún modo era como descorchar una botella de champán e inaugurar una nueva vida que comenzaba a resultar más agradable y llevadera. Desde entonces las noches se volvieron eternas pero no insoportables. Carol fue llenando todas mis fantasías y el vacío tan grande que había dentro de mí. De alguna forma me había devuelto a la vida.

jueves, 28 de noviembre de 2013

1. El difícil despertar



No era fácil, para un joven como yo, encajar aquel nuevo mundo que se abría ante mis ojos y que parecía devorarme. Acababa de quedarme de repente huérfano con apenas veinte años cumplidos. Mis padres me dieron una educación exquisita, aunque no tuve mucha suerte en los estudios, me decían que era muy despistado y que siempre estaba pensando en las musarañas. Mi timidez impedía que tuviera muchos amigos, los cuales siempre se metían conmigo con cualquier excusa y se reían de mis frecuentes meteduras de pata. En casa, me sentía protegido por unos padres maravillosos que me daban todo lo que quería y quizás me mimaban demasiado para la edad que tenía, pero ser hijo único tiene esas cosas. Nunca me planteé qué hacer en el futuro, ni que tenía que valerme por mí mismo. Mis padres me aportaban esa seguridad y la vida con ellos resultaba tranquila, como una leve sonrisa que te invita a cerrar los ojos. Cuando el teléfono me despertó de forma insistente aquella mañana, desperté de verdad y entonces comprendí que vivía en un sueño.

Era incapaz de reaccionar, ni siquiera sabía qué hacía metido en aquel avión tan solo tres días después del funeral de mis padres. Mi madre no tenía familia prácticamente y con la familia del hermano de mi padre no había buena relación. Mi carácter retraído me impedía asimilar todo aquello y resistirme a la manipulación de mi tío, qué fácilmente me quitó de encima y se quedó con la casa de mis padres, alegando no sé qué historia de un aval, e enviándome lo más lejos posible. Mi padre tenía otro hermano más pequeño, que había emigrado a Venezuela y después a Florida. Al parecer era todo un personaje que supo siempre como buscarse la vida, aunque fuese a costa de los demás. Yo prácticamente no lo conocía y las únicas referencias que tenía era de alguna postal que enviaba en Navidad firmada por él y su nueva esposa americana, Carol, la tía Carol.

Bienvenid@s

De alguna forma todos tenemos una tía Carol, no importa su forma, su nombre, su sexo, su estado, si es la hermana de alguno de tus padres o la mujer de tu tío. Puede vivir en tu propia casa, ser tu vecina, residir en otra ciudad, en otro país, a miles de kilómetros o en lo más recóndito de tu mente, que visitas todas las noches cuando los sueños te transportan hasta ella recorriendo distancias inabarcables de deseos, obsesiones o tensiones diarias. Incansablemente la busca para estrecharla entre tus brazos y sentir como se desvanecen tus miedos y te hace sentir tú. Es casi como encontrarte y reconocerte, aceptarte como eres, y creer que la vida merece vivirla.

Este blog es un homenaje a ella, a todas las tías Carol, también una forma de vivir y de sentir donde el sexo siempre está presente o latente, en verdad esa es la esencia de Carol. A partir de hoy, iré publicando, con cierta periodicidad, un capítulo sobre mi increíble tía Carol, con el deseo de que ustedes también sepan encontrarla allá donde se encuentre.