Todo había cambiado, como si el camino
recorrido se hubiese vuelto un lodozal, justo en el momento en que la vida me
había dado una tregua. Siempre había sido un metepatas, pero lo que acababa de
hacer no tenía nombre, ¿Cómo pudo ocurrir?, ¿cómo pude ser capaz de hacer una
cosa tan vil? Y cuando pensaba en ello, un sentimiento de culpa se mezclaba con
una cierta excitación que parecía corroerme por dentro. Carol representaba
muchas cosas para mí: ese calor seco, que no llega a ser ternura, pero que
todos buscamos en nuestras madres, el refugio natural de cualquier hijo.
También era casi una hermana mayor que te reprende o te guía; una amiga
cómplice de tus travesuras, de tus tentaciones o tus deseos; o un amor
platónico; una mujer con la que muchos hombres sueñan pero pocos logran ponerle
cara.
Pero nada se deja al azar, todo tiene
sus consecuencias y hay que pagar por los errores. Lo mío era un delito, había
forzado a mi propia tía y las repercusiones no tardarían en llegar. Encerrado
en mi habitación, envuelto en una especie de delicado equilibrio, donde todo
giraba alrededor en forma de flashes, mil ideas en forma de imágenes se
cruzaban entre el chisporreteo y los sobresaltos de los pensamientos confusos y
el miedo al castigo.
De nada sirvió volver a su habitación
y, tras la puerta cerrada, suplicarle perdón y sincerarme con ella y decirle
todo lo que la apreciaba y la quería. Sí, también, que cada vez la deseaba más
y más, y que eso mismo fue lo que me hizo perder el control en una situación
que me desbordaba y en la que no fui capaz de reprimir mis más elementales
instintos.
Desorientado perdí la consciencia del
tiempo transcurrido en medio de aquel ambiente asfixiante y del sudor tibio que
recorría mi cuerpo destemplado, hasta que se oyó unos golpes en la puerta. Mi
desesperanza se volvió resignación cuando vi aparecer a mi tío.
—Carol, me ha contado lo sucedido —dijo
ciertamente abatido.
Y cuando esperaba lo peor extendió su
mano buscando la mía ante mi incertidumbre.
—Gracias, por haberla ayudado. Sin tu
ayuda, ella no hubiera sabido que hacer.
—Ah, ¿eso te dijo? —le dije ante su
extrañeza por mi comentario.
—Claro, chico. Parece muy agradecida —terminó
precisando, como si se viese obligado a utilizar una explicación más sencilla
para hacer comprender a un idiota como yo lo que ocurría. Cosa que entiendo
perfectamente por la expresión y el tono que imagino que puse.
En los siguientes días apenas vi a mi
tía Carol. Yo empecé a ayudar a mi tío Raymond, que se afanaba en enseñarme el
negocio. Recorría la ciudad con él. Él tenía puestas sus esperanzas en mí.
Pensaba que le resultaría de utilidad y, si bien dudaba de mis capacidades,
quizá por eso mismo, sospechaba que yo sería incapaz de engañarlo a diferencia
del resto de sus empleados. Poco a poco me fui moviendo con cierta soltura por
la ciudad, descubriendo sus rincones y sus encantos. La ciudad, casi sin darme
cuenta, me fue cautivando, mostrándose inofensiva y agradable, aunque se
intuían sus peligros ocultos. Así me fui haciendo el chico de los recados,
encargado de llevar o traer los autos de los clientes y ganándome la confianza
y simpatía de mi tío, que se iba transformando, sin darme cuenta, en mi jefe.
Disponía de mí cuando quería, aunque tengo que confesar que, a veces, cuando el
trabajo escaseaba no me ocupaba y podía pasarme todo el día durmiendo.
Llevaba varios días sin dormir bien,
aquel peso de conciencia no me dejaba conciliar el sueño, y, cuando lograba
sumergirme en él, el ambiente se enrarecía y el sueño se tornaba en pesadilla
en forma de tormenta que me hacía agitarme, y me despertaba incorporándome de
manera brusca. Cada vez que despertaba era de noche. Luego, a duras penas,
lograba cerrar los ojos hasta que amanecía. En ese momento, como si me sintiera
seguro, como si hubiese llegado agotado a la costa desértica y arenosa, me
tumbaba boca abajo y me quedaba, así, dormido en medio de un inmenso silencio.
Un ruido metálico me despertó, pero,
sin darle importancia, volví a cerrar los ojos, hasta que me sobresalté al oír
el segundo, antes de que alguien agarrara mi mano izquierda y la esposara a los
barrotes de la cama, a la vez que se sentó sobre mi espalda inmovilizándome.
Intenté removerme desesperadamente, pero apenas podía hacer nada, comprobando
que mis piernas también estaban atadas con unas ligaduras, como si fuese el
cinto de una bata. Mi corazón desbocado latía más rápido que mis pensamientos
atropellados. Quise gritar mientras jadeaba y con la otra mano buscaba
inútilmente al culpable de todo aquello. Mi insistencia se hizo mayor cuando oí
su risa, que se volvió carcajada limpia ante mis desesperadas súplicas:
—“¡No, no por favor. Suélteme!”
—Ja, ja, ja… Vaya, con que “por favor” —se burlaba la tía
Carol, cuando, jadeante, me quedaba sin respiración.
—
¡Qué haces, Carol! ¡Estás loca! ¿Qué te pasa?
—Parece que esas palabras me
resultan familiares, ¿las recuerdas, querido? —respondió Carol con cierto
rencor. Vas a pagarme con la misma moneda y aprenderás a saber quién manda aquí
—déjame, suéltame por favor —le supliqué.
Pero a medida que pasaba los minutos y
la sorpresa perdía su efecto, la sensación de sentirla sobre mí, me resultaba
placentera, e incluso la idea de vengarse me parecía un trance necesario que me
resarciría del pecado cometido. Sentada a horcajadas sobre mi espalda su peso
no era excesivo notaba el calor de sus muslo y su contacto me empezó a excitar.
Aunque me seguía haciendo el molesto, una sonrisa invisible se me instaló en el
rostro, como si sonriera para mis adentros. Ella fue calmado su tono de voz y
empezó a hablar despacio y sensual, mientras me frotaba la espalda pasando por mis
hombros, donde hundía sus dedos consiguiendo que me relajara y perdiera esa
tensión muscular que tenía.
—Mmmm, parece que mi sobrinito está
muy tenso, relájate, ya verás que bien lo vamos a pasar los tres— me dijo
susurrándome al oído.
Yo me sobresalté porque no entendía
quién demonios era la tercera. Pero no le di mucha importancia, era evidente
que solo estábamos los dos y que se refería a la convivencia familiar en
aquella casa donde, lógicamente también entraba el tío Raymond. Además, con los
ojos vendados atendía más a sus manos, que se deslizaban hacia abajo, que a sus
palabras. Tras acariciar mi vientre, sus manos se metieron bajo mi pantalón de
pijama arrastrándolo hasta mis pies. Eso me excitó bastante, cosa que no pasó
desapercibido ya que buscó mi polla para acariciarla, mientras de forma burlona
parecía hablar con ella:
—Hola, amiguito. Creo que ya nos
conocemos. Ya verás lo bien que lo vamos a pasar jugando como a ti te gusta. Yo
ya no disimulaba mi risa
—Qué loca estás Carol —y ella también
parecía reírse, mientras “saludaba” a mi polla cada vez más dura y caliente.
Yo me fui relajando y tras suspirar me
entregué a sus caricias sobre mi cuerpo. De repente di un sobresalto al notar
sus manos frías, hasta que me percaté que estaba usando una especie de crema o
aceite muy relajante sobre la espalda y mis hombros y así fue cubriendo mi
cuerpo de esas sustancia relajante, que despedía un aroma agradable, se
entretuvo en mis nalgas, a las que aplicó bastante crema pero con cierta extrañeza
algo me resultó familiar, cuando me aplicó más de esa crema entre mis nalgas de
forma abundante extendiéndomela desde el coxis hasta el escroto. Fue, entonces,
cuando, con delicadeza, me quito la venda que me tapaba los ojos y vi su rostro
sonriente:
—Ha llegado el momento en que conozcas
a Charlie —y fue, entonces, cuando lo sus ojos azules y una sonrisa que me
pareció pícara. Ciertamente la sonrisa y sus ojos estaban dibujados en el
glande de aquel enorme vibrador, que con cierta gracia, Carol, lo blandía en su
mano, a la vez que sonreía, casi como si todo aquello fuese un spot
publicitario. Recuerdo que mis ojos y los músculos de mi cara perdieron toda su
naturalidad para convertirse en una copia expresionista del “Grito” de Edward
Munch.
Tuvo que ser muy divertido para ella
ver como yo intentaba zafarme y revolverme, mientras gritaba, suplicaba y la insultaba
a medida que ella me iba perforando con Charlie que iba entrando y saliendo de
mi como si bailara una rumba. No sé si fue más el dolor o la humillación lo que
me dejo anulado durante días, asumiendo la nueva situación y comprendiendo que
algo había cambiado en aquella casa. Carol había resurgido renovada, y, con una
nueva sonrisa triunfal, inauguraba una nueva época donde yo me había convertido
en un gracioso instrumento a merced de sus caprichos y juegos.
Me sentía contrariado y con frecuencia
me volvía introvertido, asimilando con dificultad toda aquella nueva situación
Notaba con frecuencia como tío Raymond, cuando me encontraba tan ensimismado,
me miraba de refilón, ladeaba la cabeza y sin disimulo comentaba en voz alta lo
raro que era su sobrino. Carol siempre tenía una explicación a mi
comportamiento convenciendo a Tío Raymond de que se debía a mis problemas de
insomnio o al cambio de tiempo.
A los poco días de “conocer” a Charlie
baje a la cocina y me encontré a mis tíos que ya estaban comiendo en la mesa.
Me extrañó el hecho de su recibimiento fuese más afectuoso que de costumbre.
Hasta tío Raymond me sonreía de la misma forma que hacía con sus clientes
dejado ver su perfecta dentadura recién estrenada. Al terminar de comer tío
Raymond me anunció que Carol tenía algo para mí. Al parecer había ido de
compras y me trajo algunos regalos, ropa en general algunos vaqueros, bermudas,
y camisetas que ya empezaba a necesitar para el nuevo trabajo y poderme mover
adecuadamente por la ciudad. Yo se lo agradecí intentando inútilmente sonreír.
—Pruébate esto para ver qué tal te
queda —me pidió tía Carol mientras estiraba la mano ofreciéndome una camiseta.
—Venga, chico, no seas malagradecido
—me recriminó tío Raymond, a ver que yo no me decidía a coger la prenda,
mientras, huraño, contemplaba la irónica sonrisa de Carol.
A regañadientes me la puse dándo la
espalda a mis tíos y, cuando me di la vuelta, ellos sonrieron, sobre todo Carol
que terminó riendo a carcajadas por alguna extraña razón.
—Mujer, tampoco es para tanto —le dijo
tío Raymond a Carol censurando su comportamiento.
Las risas de Carol me hizo sentirme
incómodo, como si se burlara de mi, y, sin dudarlo, me fui hasta el espejo que
estaba a la entrada de la cocina para poder observarme mejor, y fue, entonces,
cuando lo volví a ver. Era un muñeco estrafalario que ocupaba toda la camiseta
y bajo él estaba su nombre “Charlie”. Me enfurecí tanto que me quité bruscamente
la camiseta y mirando con desprecio a Carol se la tiré antes de marcharme a mi habitación,
ante el asombro de Raymond y sin que Carol dejara de reír.
—Qué
raro es este chico —decía tío Raymond ladeando la cabeza mientras Carol seguía
riendo sin poder parar.